La tarea...

La gente grita que quiere un futuro mejor, pero el futuro es un vacío indiferente, mientras que el pasado está lleno de vida.

Su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo.

Todos quieren hacer de la memoria un laboratorio para retocar las fotografías y rescribir las biografías y la historia.

DEFENSA DE HITLER


Me tiene harto el History Channel con su relato simplista sobre Hitler, esa narrativa cómoda que reduce todo a un villano solitario y oculta las raíces sistémicas, las fuerzas colectivas que lo engendraron y lo sostuvieron. Hitler no cayó del cielo como un meteorito maligno; fue el producto inevitable de un ecosistema tóxico: resentimientos nacionales profundos, intereses económicos voraces y alianzas políticas oportunistas que lo catapultaron al poder en 1933 y lo mantuvieron allí durante doce años de horror.

Muchas de esas fuerzas poderosas -élites, instituciones y corporaciones- se lavaron las manos tras la derrota, reconstruyeron sus imágenes con astucia y persistieron en formas más sutiles y veladas. 

Esta versión de "un loco hipnotizador" no solo exime de responsabilidad a sociedades enteras, sino que desarma nuestra vigilancia: permite que dinámicas fascistas similares resurjan hoy, camufladas bajo el manto del populismo o el "realismo económico". 

Para y reflexiona: ¿qué fuerzas "grandes y poderosas" se esconden ahora detrás de los candidatos que prometen salvación simple? Reconocer la complicidad sistémica es el primer paso para desmantelarla.

Se pinta a Hitler como un demagogo carismático que embrujó a una nación pasiva, pero la realidad es más cruda: él fue el catalizador, no el creador. El Partido Nacional Socialista del Pueblo Alemán, un bloque derechista, lo maniobró hacia la cancillería mediante un nombramiento "legal" pero turbio, viéndolo como un dique contra el comunismo. 

Industriales como Fritz Thyssen y Emil Kirdorf inyectaron fondos al NSDAP desde 1931, seducidos por las promesas de mano de obra barata y la aniquilación de sindicatos. Incluso la izquierda alemana, fracturada entre socialdemócratas y comunistas, allanó el camino al no forjar una alianza contra la amenaza común. 

En un sistema capitalista al borde del colapso, Hitler fue el chispazo; culparlo solo a él absuelve a los engranajes que lo hicieron girar.

Una vez en el poder, el nazismo se reveló no como un delirio personal, sino como una maquinaria respaldada por los pilares de la sociedad alemana. La Iglesia Católica legitimó al régimen a cambio de salvaguardas para sus fieles, mientras el protestantismo luterano se fundía con el "cristianismo alemán" teñido de antisemitismo. El ejército vio en Hitler al restaurador de la gloria prusiana. 

Pero el verdadero motor económico de la atrocidad fue aún más cínico: empresas alemanas suministraron el Zyklon B para las cámaras de gas y explotaron mano de obra esclava en Auschwitz. Siemens, Krupp y Volkswagen florecieron con contratos estatales, fabricando tanques y "coches del pueblo" a costa de prisioneros de guerra. Ni las multinacionales extranjeras se apartaron: Ford y General Motors montaron vehículos para la Wehrmacht, e IBM entregó tecnología para censos raciales que agilizaron deportaciones masivas. Estas no fueron meras "colaboraciones pasivas"; eran inversiones calculadas en un régimen que ofrecía estabilidad anticomunista y ganancias obscenas.

El Holocausto, lejos de ser un "exceso" hitleriano, fue un proyecto sistémico orquestado donde se coordinaron ministerios, empresas y ferrocarriles en la "Solución Final". Funcionarios, banqueros y ejecutivos comunes ejecutaron el genocidio por obediencia ciega y codicia personal. Nada muy distinto de lo que hoy presenciamos en el genocidio palestino, donde estructuras de poder globales se benefician en silencio.

Tras el Holocausto y la derrota nazi, los Juicios de Núremberg pusieron el foco en "criminales de guerra individuales", dejando intactas las estructuras sistémicas que los habilitaron. Corporaciones como Volkswagen se reintegraron a la economía de posguerra con multas simbólicas, mientras bancos suizos blanquearon oro nazi y activos judíos saqueados, amasando fortunas que aún circulan. 

Miles de exnazis escalaron en la administración, el ejército y las empresas.  Estados Unidos reclutó científicos nazis como Wernher von Braun para la NASA, priorizando la Guerra Fría sobre la justicia.

Al externalizar la culpa en Hitler -el "monstruo único"-, se permitió que el capitalismo alemán renaciera de las cenizas nazis, y que ideales como el Lebensraum o el antisemitismo mutaran en narrativas de "defensa nacional" o "críticas al globalismo". Esta dinámica no es una reliquia del pasado; apuntar a Hitler como arquetipo del mal absoluto desarma nuestra defensa contra fascismos modernos. Al reducirlo a un "individuo loco", ignoramos sistemas similares que operan hoy.

Piensa en el ascenso de Viktor Orbán en Hungría o Jair Bolsonaro en Brasil: no son "nuevos Hitlers", pero prosperan en crisis económicas y divisiones sociales, respaldados por oligarcas y medios que blanquean su imagen como "defensores del pueblo". 

En Europa, hay partidos que reviven tropos antisemitas y antiinmigrantes, culpando a "élites globales" en vez de escudriñar desigualdades estructurales. 

Corporaciones multinacionales financian campañas populistas para desregular mercados, mientras gobiernos "democráticos" erosionan derechos laborales. 

La lección no es solo "nunca más un Hitler", sino "nunca más un sistema que lo tolere". Al no desmantelar esos engranajes -educación deficiente en historia crítica, desigualdad galopante, impunidad corporativa-, dejamos que el fascismo persista no como figura carismática, sino como un bluff estructural, invisible y omnipresente.

En resumen, Hitler fue el rostro visible, la fachada de un proyecto colectivo impulsado por poder, codicia y miedo. 

¿Y la masa alemana, el pueblo qué hizo? No solo toleró el nazismo; lo abrazó activamente. Este respaldo no fue un trance hipnótico o un engaño pasivo, sino el fruto de resentimientos acumulados, promesas cumplidas y una manipulación cultural que caló en todos los estratos sociales. En las elecciones de marzo de 1933, el NSDAP mantuvo el 43,9% de los votos; no era un apoyo marginal, sino transversal: el 40% de protestantes y católicos lo respaldaron, y en zonas rurales alcanzó el 50%. Para el pueblo, Hitler no era un extremista, sino un salvador pragmático, un "hombre fuerte".

La propaganda de Goebbels forjó un "culto al Führer" que impregnaba todo: el 90% de la prensa lo idolatraba, y encuestas internas nazis registraban un 80-90% de aprobación. y hoy el 80% pueblo de Israel apoya el extermino palestino.

Plebiscitos manipulados pero reveladores lo confirmaban: el 99% avaló el Anschluss con Austria en 1938, y el 90% la anexión de los Sudetes. Las clases medias aplaudieron la quiebra de sindicatos y el anticomunismo; campesinos celebraron las protecciones agrícolas; mujeres amaron los incentivos para roles tradicionales, como la Cruz de Oro de la Madre. 

Alrededor del 70% de los alemanes veían el régimen como "positivo". El discurso nazi con su purga de "enemigos internos" y judíos tildados de "parásitos", ¿te suena familiar?, unió a la mayoría: el 60-70% de los protestantes respaldaron las políticas raciales.

El pueblo no fue "engañado" pasivamente; fue cómplice en su propia comodidad, priorizando estabilidad sobre moral. 

Ningún tirano asciende sin el eco complaciente del pueblo que anhela ser engañado, por lo tanto, la redención de la historia no yace en exorcizar el fantasma del líder, sino en desarmar el espejo que refleja nuestra propia complicidad.

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