La tarea...

La gente grita que quiere un futuro mejor, pero el futuro es un vacío indiferente, mientras que el pasado está lleno de vida.

Su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo.

Todos quieren hacer de la memoria un laboratorio para retocar las fotografías y rescribir las biografías y la historia.

LAS DESVENTURAS DE CHAPEAUX Y VIRGUILLA


(Cuento picaresco dedicado a Carolina Paz Mena, ingeniero civil y "garota fogateira", con quien compartí seis meses de ocio y a quien deseo todo el éxito profesional que se merece y felicidad en su matrimonio que ya próximo,  nos acontece. Por supuesto ella es CHAPEAUX y yo su hermano VIRGULILLA). 
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Aquel día en que mi padre vio a morir a nuestra madre Dominique, salió al patio premunido de su navaja y procedió a degollar todos los animales de nuestra granja. Cuando nos observó, a mí y a mi hermana tomados de las manos mirándolo con nuestros rostros sin expresión y esperando que también su navaja rebanara nuestros cuellos, se acercó a nosotros, pálido; con sus mejillas cubiertas de anchas lágrimas que parecían frías láminas muertas. Mi hermana cerró los ojos y yo no dejé de mirar a mi padre. Nos abrazó con su navaja aún apretada entre sus dedos y nos dijo:

- Hoy no habrá cena. Ni mañana.
Dicho esto, se marchó. Creo que con esa hecatombe hizo tres cosas; aplacar la ira por la muerte de la mujer que amaba, demostrarnos el dolor intenso que sentía y el desprecio por nuestras vidas.
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Este fue el motivo por el cual comenzamos a vagar por Galicia y Asturias, sobreviviendo entre pellejerías y pillerías en plena invasión de las tropas francesas.
Nuestro primer objetivo fue sobrevivir al hambre, dirigirnos a Madrid y  renombrarnos;  Chapeaux y Virgulilla
Inventamos la historia. Que nuestra madre había sido una actriz cantante de zarzuela chica, que un brigadier francés era el padre de Chapeaux y un teniente español perteneciente al Círculo Napoleón, el mío; razón de nuestro dominio en el idioma francés y el castellano.
Vivir en la pobreza puede ser triste, pero ofender la conciencia de quienes no son pobres es al parecer, la verdadera tragedia, razón por la cual nos ganábamos el pan, sin ofender a nadie, entonando canciones en los poblados y adornándolas con toda clase de instrumentos rústicos o con las palmas.
Vi que los franceses en España eran bien acogidos y con entusiasmo. La parte más educada de los españoles sentía simpatía por esos que traían la modernidad, razón por la cual, otra parte de los españoles los motejaban de afrancesados.
Pero todo se hizo confuso cuando el príncipe Fernando se amotinó contra su padre Carlos IV y entonces los españoles vieron al águila de París resolver el problema salomónicamente; entregando el trono de España a su hermano José Bonaparte.
Yo y mi hermana nos hacíamos pasar por mansos españoles o ciudadanos franceses, según donde estuviere el pan. 
A los franceses les cantábamos desde La Marsellesa hasta la canción de Marlborough:
Mambrú se fué a la guerra,

¡qué dolor, qué dolor, qué pena!

Mambrú se fué a la guerra
no sé cuando vendrá
Do, re, mi, fa, sol, la
no sé cuando vendrá.
Si vendrá para Pascuas
¡qué dolor, qué dolor, qué pena!
Si vendrá para Pascuas
O para Navidad
Do, re, mi, fa, sol, la
o para Navidad. … 
Y a los españoles,  si eran de los rústicos:
Cuando venga Bonaparte, niña, le tienes que dar

una botella de vino mezclado con rejalgar.

No paseará en carroza el emperador francés
mientras haya en Zaragoza, con sangre un aragonés.
¡Vivan los españoles! ¡Viva la Religión!
Me cago en el gorro de Napoleón…


Así sobrevivímos en ese Madrid de angostas calles, mal empedradas y pobremente alumbradas, hasta que aparecieron los  guerrilleros de El Empecinado, sin ningún sentido del humor.


Ante la brutalidad mostrada por los guerrilleros -  que nada sabían del honor de la guerra ni de sus códigos militares -  decidimos arrimarnos definitivamente a las elegantes tropas francesas. Mi hermana debía vestir ropas masculinas que cubrieran sus nalgas y aventajados senos porque de lo contrario pronto pariría con dolor. En aquellos tiempos padecíamos hambre de pan.

Convencí a mi hermana de que nos enroláramos en el ejército del Corso. Mal que mal era el momento del Código Civil, algo que nunca entenderían estos descendientes de los visigodos.
Como el país estaba en plena insurrección, la comandancia hizo disponer de tropas que recogieran los víveres; unas para custodiar los almacenes y otras para escoltar los convoyes. Estaba claro que esas tropas serían nuestro objetivo. Había que acercarse donde se come; los almacenes y los convoyes.
Allí andábamos con mi hermanita acarreando papas y cánticos, premunidos ya de los vistosos uniformes franceses del cuerpo del ejército imperial de “Le maréchal Jean Le Pain” muy preocupados de que no aparecieran las intratables huestes de El Empecinado, el máximo exponente de la guerrilla española financiada por los ingleses. 
No se entendía cómo,  la España antigua, aliada de Francia y víctima de Nelson en el desastre de Trafalgar, ahora se levantaban en armas contra su antiguo amigo apoyada por ingleses y lusitanos.
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Era peligroso recorrer las callejuelas de Madrid con nuestros uniformes franceses pues los niños en su deseo de emular a sus mayores, arrancaban las piedras del suelo, las que hacían "peladillas del arroyo" como las llamaban y las tiraban con hondas de cuero al grito de “muerte a los gavachos”. Cuando ello ocurría le gritábamos: “somos colados”.

Nuestra creencia en la supuesta elegancia de las tropas francesas con fama de estirados, de miradores en menos y mariquitas, se transformó en violenta incredulidad cuando - estando ya asignados a Bernard Bourgeois; primer ayudante de campo del mariscal del ejército imperial Jean Le Pain, descubrimos que desde la punta de los pies del tamborilero, hasta el agujero de los cañones de guerra estaban contaminados con el piojo español.
Al principio nos solicitaron remover los piojos y liendres con un peine de dientes muy delgados, pero poco se podía hacer. Entonces decidimos hervir peines y cepillos en grandes peroles junto a las ropas. El efecto era mínimo, dada la magnitud de la plaga, pero atenuaba las intensas comezones nocturnas que afectaban a la tropa. El Empecinado había sumado un inconmensurable cuerpo de hostigamiento contra el ejército francés y El Deseado nunca tuvo mejores huestes, que esa plaga de piojillos.
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Gracias al eficiente trabajo de Chapeaux, comenzamos a ser rápidamente ascendidos hasta que llegamos a atender al propio Jean Le Pain; quien nos examinó de arriba abajo antes de permitirnos entrar a su tienda de campaña donde procedimos a hervir todo. Incluida su tienda.
Convencimos al mariscal de la necesidad absoluta de un inmediato afeitado en todo su velludo. Allí descubrimos, al ver su cuerpo desnudo, que el mariscal tenía unos animalitos con forma de cangrejos que se paseaban como pececitos danzarines alrededor del rey Neptuno. Esos animalitos caminaban torpemente entre el matorral de rizos alrededor del miembro francés. Aquello estaba atiborrado de parásitos y liendres del piojo cangrejo o popular ladilla española.
- Garcon; vous avoir du pain sur la planche. (Joven; usted tiene trabajo para rato). Exclamó el mariscal.
- Je ne mange pas de ce pain lâ! (Yo no paso por allí). Respondió mi hermana con su voz ronca y sin convencimiento
- ¡Exécute garcon! Ordenó el mariscal.
Mi desdichada hermana, con suma delicadeza levantó entre los rizos al dormido Rey Neptuno, quien, para la edad que ella tenía, no era exactamente El Deseado y comenzó a peinar, no sin azoro, el bello púdico de tan ilustre personaje.
Inevitablemente tomó con infinita dulzura ese tibio músculo, el que por el amasijo distraído y delicado a ratos, se robustecía imperceptiblemente estremecido. Ante lo cual Chapeaux extrajo su navaja de cortar, no sin antes sentir entre el delicado largo de sus dedos el levantamiento y encogimiento del dúo coral. 
Mientras tanto, Jean Le Pain advertido por sus propias intuiciones y temblores, puso en uno de los oídos de Chapeau, el adornado trabuco por si a mi atribulada hermana se le pasada el corte.
Sintiendo la punta del cañón en un oído y acunando ese gordo dedo francés en la palma de su mano izquierda, procedió quirúrgicamente a cortar con su navaja el denso bello púdico de Jean Le Pain. La desventurada, pudo sentir toda su palpitación involuntaria, hasta que de la punta de esa calva cabeza amoratada comenzó a asomar una cristalina gota con perturbadores olores. Le pareció tan solitaria esa gota, que pensó en ella como en una tierna lágrima llena de nostalgia y camaradería que brotaba dolidamente, para acompañar sus propias y silenciosas lágrimas.
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Mayúscula fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que los barbilampiños y femeninos ayudantes de campo, con natural propensión a la depilación con cera, no eran hostigados por los cangrejos subversivos. La solución había estado a un palmo de nuestras narices. ¡Chapeaux!


Chapeaux quedó tan impactada y convencida por la solidez de la observación, que en la siguiente sesión recomendó al mariscal la depilación total con cera. 

El mariscal quedó entusiasmadísimo con su nueva textura, suave y tersa, producto de la temblorosa afeitada, gracias a la cual pudo sobajearse en las noches impolutas con afectuoso y propio abrazo, Aceptó la oferta y se entregó apaciblemente al trabajo de quien ya había reemplazado al femenil Bernard Bourgeois; mademoiselle Carolinne "Chapeaux"; mi hermana.
Preparó un gran tonel con hirviente cera depilatoria donde, con medida cautela, fue sumergiendo delicadamente al mariscal desde los lampiños muslos y temblorosas nalgas pilosas hasta el recelo de los testículos. Sobrepasada la suspicacia del encogido escroto, mi hermana continuó sumergiendo al mariscal hasta las axilas, luego hasta el vello facial: barba, bigotes, pestañas y cejas con tan mala fortuna que cuando entró el desplazado ayudante de campo a la tienda de campaña entró una tromba de aire frío y volteó una jofaina de agua fría sobre el tonel, congelando impensadamente, la cera depilatoria. El mariscal quedó sumergido en el tonel igual que un queso. Nada pudimos hacer. La rigidez de la masa hizo presagiar lo peor. Apenas se alcanzaba a ver la tonsura del mariscal.
Cargamos con todos nuestros argumentos para culpar al ayudante de campo hasta convencerlo de nuestro propósito: evitar su ahorcamiento. Aceptó retirar del campamento ese barril con el mariscal adentro. El femenil Bernard Bourgeois era fácil de convencer por lo que no nos dio seguridad de su silencio y decidimos invitarlo a comer tallarines en la misma tienda del mariscal antes de proceder al retiro del queso inmerso en el tonel. La cena fue profusamente regada con los mejores vinos del mariscal, hasta lograr la ebriedad total de monsieur Bernard Bourgeois. Cayó cuan largo era en la litera y se durmió. Procedimos entonces a introducir en el gaznate y en sus narices los spaghetti uno por uno, hasta lograr con absoluta certeza, su sofocación.
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Y partimos con nuestro tonel sobre la carreta con el cuerpo del mariscal francés hasta llegar al río Manzanares. Escondidos entre los riscos rosáceos de granito, abedules, sauces y chopos que caracterizan a La Pedriza, dejamos caer el tonel con tal descuido que este se desfondó. Sudados y azorados por el accidente, hicimos rodar el tonel hasta dejarlo caer a las frías aguas del río. En un momento creímos, dado el peso superior a nuestras fuerzas, que el tonel se hundiría pero para nuestra sorpresa flotó, se bamboleó y se volteó dejando al descubierto las prominentes nalgas del mariscal Jean Le Pain.
Presentado impúdicamente ese maduro promontorio, decidí clavar en su hondonada, la bandera de España. Y el queso se fue silenciosamente a la deriva oscilando y ondeando su empotrada banderilla río abajo, como un botecito de papel acompañado por la mirada curiosa de un martín pescador.
Allí mismo decidimos despedirnos y separarnos. Chapeaux partió porfiadamente hacia el norte; hacia la patria del emperador. Y yo hacia la Tacita de Plata, Cadiz, puerto de partida hacia la América Española de marinos y futuros patriotas libertadores. En una de esas, Virgulilla terminaría como prócer de una patria americana ¿Por qué no? ©


Río Manzanares



Nota:

Chapeaux : Tilde en la gramática francesa en forma de sombrero.
Virgulilla:  Signo sobre la Ñ.
El Empecinado: Juan Martín Diez, guerrillero español.
El Deseado:  Rey Fernando VII de España.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cómo olvidar aquellos meses de ocio, y remunerado, el sueño del pibe, que dio lugar al nacimiento de esta inigualable creación literaria y muchas otras surrealistas situaciones. Gracias Rubén Raúl por este cuento, lo leo y lo re-leo y cada vez me gusta más, gracias por deleitarnos con tu talento...
Un abrazo
Chapeaux