El día del gentío - que es el domingo - ha sido agotador. Y las sombras están todas ocupadas; recargadas de cuerpos pegajosos y basura. Eso pasó por no cobrar entradas.
Los pitazos de los cuidadores del parque han bajando de frecuencia a medida que transcurre la tarde. Están cansados. El calor es agobiante. Todo el mundo está sudando; menos él. Sus ojos de largas pestañas y párpados entornados se ven de aparente suave expresión y compasivos. Parecen transmitir ternura y sosiego. El supuesto letargo de la mirada y de sus pasos puede fácilmente llevar a un equívoco pasmoso. Su boca es grande, sus labios fuertes no sonríen y sus dientes se adivinan parejos y robustos.
Cada vez que la ve; a ella, sus labios proyectados hacia fuera comienzan a temblar como acariciando el uno al otro. Como si estuviera piropeando con aviesas intenciones. El labio inferior se mueve con ondulaciones bajo el labio superior, acariciándolo. Al mismo tiempo estira su boca en una especie de beso lanzado al viento. La cabeza desciende, extendiendo el cuello para quedar a la altura de sus ojos. Los de ella.
Entonces su mirada entornada y turbia se carga de lascivia incontenible hacia la bella. Mueve la cabeza lentamente hacia su ideal con ojos de largas pestañas y sus labios prominentes a punto de tocarla expelen una espuma que corriendo por el borde de su boca, destila largamente hasta flotar por el aire ardiente y caer mecido por la leve brisa evaporándose. El tipo es repugnante.
Lo peor de todo es que se cree galán irresistible. Apoyando sus hombros sobre la estacada de los troncos, cruza sus piernas como si inadvertidamente fuera pasando por el lugar y se hubiera detenido casualmente a disfrutar de aquella sombra que tan buenamente los cobija. A él y a ella.
Ella, joven y cautelosa ante estas demostraciones de simpatía sospechosa, ingresa siempre a su mazmorra premunida de un rastrillo; por si las moscas. De nada sirve que ella esté envuelta en un negro overol de mecánico, ni que el jockey le cubra hasta las cejas o que los guantes y botas de goma expelan flujos de los excrementos de los animales. No puede haber nada menos sexy. No puede. Ella es un bulto anodino, una sombra imperceptible para el más enamoradizo, pero no para él. No para Don Jenofonte Camelus.
Don Jenofonte ha quedado viudo recién la primavera pasada. Está enamorado y no sabe como conquistarla; a ella. A la doctora veterinaria.
Ella; la doctora veterinaria, es casi adolescente y es hermosa. Tiene carácter como para dos Doñas Bárbara de Eustaquio Rivera. Es jovial, franca y risueña. También usa cortaplumas al cinto. Se ve tan poderosa con su metro setenta y tres que a pesar de su cuerpo grácil, los jóvenes de su edad no se atreven y la admiran a la distancia; boquiabiertos. Si se lo propusiera, la doctora veterinaria perfectamente podría ir al Congo a convivir con los gorilas en la niebla o dar la vuelta al mundo en velero para encontrar a su Tarzán.
En su casa tiene un papagayo sapo que además de piropearla en las mañanas - con un silbido de admiración - cada vez que ella sale de la ducha con sus gotas de agua sobre sus hombros, cuida que a la casa - la de la doctora veterinaria - no entren los gatos; los del vecino, a devorar algunas de sus aves.
Cuando ello ocurre, Coté; el papagayo emite un silbido de llamado a los perros cocker que pululan por sus patios. El primero que para las orejas es la Tina y ladra. Ello provoca que los cockers corran al punto de llamado y ¡ay! del gato que se quede contemplando a las catitas más allá de lo prudente y no alcance a subir la pandereta. Los rasguños profundos en esos muros dan testimonio de las veces que fueron sorprendidos in fraganti y no alcanzaron a huir. En el jardín hay varias tumbas de gatos detenidos desaparecidos por la turba loro perruna que custodia la casa de la doctora veterinaria.
Los amigos que concurren a la casa de la doctora veterinaria no saben lo que es ese papagayo. Por lo general exclaman
- ¡Mira el loro!
Y Coté los corrige: - ¡Papagayo, señor! Lo que demuestra la excelencia de su inteligencia.
- ¡Mira el loro!
Y Coté los corrige: - ¡Papagayo, señor! Lo que demuestra la excelencia de su inteligencia.
Coté es tímido y no dice este pico es mío cuando hay extraños, a menos - por cierto - que lo traten de loro. Y menos le gusta que lo traten de loro sapo. Es el peor insulto que se le puede decir a un papagayo.
Coté tiene otra gracia; es bueno para reírse. Cuando alguien se tropieza con los maceteros y cae, Coté inicia una carcajada contagiosa larga e imparable que contagia a todos los de la casa de la doctora veterinaria. La última vez tuvieron que llamar a la unidad coronaria porque a la Tía Lina le vino una síncopa cardiaca cuando vio a Coté de espaldas en el piso de la jaula tomándose el estómago de tanto que se reía y casi se murió en pleno carcajeo; la Tía Lina.
Coté se llama Coté, porque nunca supieron de qué genero era. Hasta que un día Coté abrió sus hermosas alas de colores verdes, azules, rojos y amarillos y como una bandera comenzó a ondearlas al paso de la doctora veterinaria. Abría su corvo pico y asomaba su lengua negra - como cuando comía las galletas de agua que tanto le gustaban - y emitía un ruido bajo, subyugante en onda de frecuencia modulada y gritaba: "mijita rica". Coté era machito. Y estaba enamorado de la doctora veterinaria.
Desde pequeña la doctora veterinaria convivió con animales. Una madre medio hippie y un padre condescendiente permitieron que en su casa convivieran canarios, catitas, gallos de la pasión, gallinas chinas, patos, conejos, hámster, puercoespines, monos, loros, papagayos, camaleones, caracoles acuáticos, peces tropicales, tortugas, arañas, baratas y hormigas. Los perros no se cuentan porque eran como de la familia y el gato - el señor de chimeneas y techumbres - nunca en sus siete vidas se dignaría a bajar al nivel reptante del primer piso; que es donde se desarrolla esta historia. Por eso no se cuenta.
Para aclarar el mapa familiar hay que recordar que la madre de la doctora veterinaria fue una cabra chica con el mal del tordo que al poco tiempo de casada se transformó en una galla caballa. Digamos también que el padre de la doctora veterinaria fue un pajarón de alto vuelo en los concursos radiales, consumidor de telenovelas y pornografía que siempre se creyó hijo de tigre. Era como la mona como amante - cuando por las noches a la luz de las velas - la galla caballa era la yegua más desbocada de las mujeres.
Ella; la doctora veterinaria, con todo ese bestiario en su casa no pudo más que desarrollar amor por los animales y vocación de doctor Doolittle. Hasta las arañas de los rincones sabían que ella sería doctora veterinaria.
La primera experiencia de amor - de la doctora veterinaria - la tuvo a los ocho años cuando un conejo blanco picado por la araña, parecido al de Alicia en el País de las Maravillas, en plena primavera, comenzó a perseguir al pato por el patio. No estaba apto - el pato - para tales acorralamientos. Perseguido el pato por el conejo, llegaba hasta la ventana de la futura doctora veterinaria como para pedir ayuda y allí mismo era violentado varias veces por el frenético conejo.
La futura doctora veterinaria no entendía cómo ese conejito blanco que le traía los huevitos de chocolate para la Pascua de Resurrección tuviera ese amor incontenible y tan vehemente por el pato. ¡Qué de cosas deben haber ocurrido en esa Arca de Noé!; la de la Biblia. Aquello explicaría lo del ornitorrinco.
En la universidad, un cabro chico medio ganso - compañero de curso de la doctora veterinaria - comenzó a sentir extraños escalofríos cuando ella se acercaba a su pupitre. Sentía - el cabro chico - sudores en las manos e inexplicables parpadeos cuando emitía disertaciones absolutamente imbéciles en los recreos, señal inequívoca de que estaba enamorado de la doctora veterinaria. Su instinto - el de la doctora veterinaria - le indicaba que debía hacerse la mosquita muerta.
La futura doctora veterinaria no entendía cómo ese conejito blanco que le traía los huevitos de chocolate para la Pascua de Resurrección tuviera ese amor incontenible y tan vehemente por el pato. ¡Qué de cosas deben haber ocurrido en esa Arca de Noé!; la de la Biblia. Aquello explicaría lo del ornitorrinco.
En la universidad, un cabro chico medio ganso - compañero de curso de la doctora veterinaria - comenzó a sentir extraños escalofríos cuando ella se acercaba a su pupitre. Sentía - el cabro chico - sudores en las manos e inexplicables parpadeos cuando emitía disertaciones absolutamente imbéciles en los recreos, señal inequívoca de que estaba enamorado de la doctora veterinaria. Su instinto - el de la doctora veterinaria - le indicaba que debía hacerse la mosquita muerta.
El cabro chico era más fome que trote de vaca, un verdadero pelagatos que tenía problemas en los pies (señal de que estaba enamorado hasta las patas) pero nunca tanto como para que sus pasos no alcanzaran hasta la casa de la doctora veterinaria donde lo esperaba una perra negra de apellido inglés. Esa perra cocker era sospechosa de seudo embarazo imaginario cuyo causante era el estudiante de veterinaria imaginaria. Quien, bajo tan temeraria sospecha se pegó el pollo. No tenía la aptitud del gallo vaca para emborrachar a la perdiz y mandar a los hocicones a otro perro con ese hueso. Nunca más volvió a la casa. A la casa de la doctora veterinaria.
También llegó a esa casa - la de la doctora veterinaria - un hombre rana hablando ininteligibles cabezas de pescado cuya mayor habilidad era contar sus andanzas de patiperro. Su generosa carcajada lo delataba cuando metía la pata abriendo el tollo en las reuniones sociales. Y como era picado de la araña; él también se enamoró; de la doctora veterinaria.
O sea la casa - la de la doctora veterinaria - se llenó de jotes y tiuques malacatosos embobados con la doctora veterinaria.
Hasta que llegó Don Jenofonte Camelus procedente de la Arabia Saudita y camello mascota del Zoológico Metropolitano quien se ha enamorado hasta las patas de la doctora veterinaria del metro setenta y tres.
O sea la casa - la de la doctora veterinaria - se llenó de jotes y tiuques malacatosos embobados con la doctora veterinaria.
Hasta que llegó Don Jenofonte Camelus procedente de la Arabia Saudita y camello mascota del Zoológico Metropolitano quien se ha enamorado hasta las patas de la doctora veterinaria del metro setenta y tres.
Y este es el perfecto caso de los amores imposibles o el caso de los amores al revés...
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