El sábado tuve un día glorioso. El día estaba con un azul que había olvidado y si tuviera que ponerle música pensaría en un concierto para trompeta de Joseph Haydn reverberando en el horizonte lejano junto a un coro de serafines.
Luego de ocupar la mañana analizando las obras húmedas de un edificio viñamarino, violentado por filtraciones de vírgenes napas subterráneas lanzadas por Hades desde el oscuro lago del averno a la conquista de muros y pavimentos del mundo exterior; partí a Valparaíso con un matrimonio amigo que me hizo sentir como un dios bajado del olimpo. Sólo me faltaba la corona de laureles y una lira de oro bajo mis axilas. Caminamos por las serpenteantes y asoleadas calles de la parte alta de la ciudad balneario; de cerro a cerro yendo y viniendo, del aire al aire, como una red vacía balanceándonos sobre las alturas de un Macchu Picchu urbano.
Del aire al aire, como una red vacía,
iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,
en el advenimiento del otoño la moneda extendida
de las hojas, y entre la primavera y las espigas,
lo que el más grande amor, como dentro de un guante
que cae, nos entrega como una larga luna.
Con esta larga estrofa, un profesor llamado Valdebenito y amigo de Neruda, nos recitaba los primeros versos de Alturas de Machu Pichu, hace ya treinta y distantes años. Y con esa imagen vivaz, partía ese día de gloria y de Octubre, caminando entre los altozanos dorados por el límpido fulgor del entusiasmo.
Nos detuvimos a medio camino cuando apareció el restaurante Porto Fino. Había que hacer un alto. La hora así lo indicaba. Y era para degustar mariscos. Todos los que tuvieren. Amén de corvinas con salsa de ostiones y jaiba platinada para sustentar adecuadamente lo que se avecinaba; un Chardonay de luminosos destellos amarillos robados a los limones más puros de los jardines primaverales, que estaba varado en su respectiva cubeta de hielo y con su ojo sin corcho diciéndome: bébeme, bébeme, como si fuera el frasquito reductor de alturas que estaba en la madriguera del conejo de Alicia en el País de la Maravillas.
Frente a nosotros una regata multitudinaria desplegaba todas sus velas como albinas mariposas frente al ventanal que daba hacia el más que nunca refulgente Océano Pacífico. Y allí estaban nuestros brindis que iban y venían. Entonces se me acerca un personaje que con una fluorescencia inquisitoria comienza a interrogarme:
- Disculpe:
¿Usted señor estudió en Valparaíso?
Receloso dije: - Sí -.Luego de ocupar la mañana analizando las obras húmedas de un edificio viñamarino, violentado por filtraciones de vírgenes napas subterráneas lanzadas por Hades desde el oscuro lago del averno a la conquista de muros y pavimentos del mundo exterior; partí a Valparaíso con un matrimonio amigo que me hizo sentir como un dios bajado del olimpo. Sólo me faltaba la corona de laureles y una lira de oro bajo mis axilas. Caminamos por las serpenteantes y asoleadas calles de la parte alta de la ciudad balneario; de cerro a cerro yendo y viniendo, del aire al aire, como una red vacía balanceándonos sobre las alturas de un Macchu Picchu urbano.
Del aire al aire, como una red vacía,
iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,
en el advenimiento del otoño la moneda extendida
de las hojas, y entre la primavera y las espigas,
lo que el más grande amor, como dentro de un guante
que cae, nos entrega como una larga luna.
Con esta larga estrofa, un profesor llamado Valdebenito y amigo de Neruda, nos recitaba los primeros versos de Alturas de Machu Pichu, hace ya treinta y distantes años. Y con esa imagen vivaz, partía ese día de gloria y de Octubre, caminando entre los altozanos dorados por el límpido fulgor del entusiasmo.
Nos detuvimos a medio camino cuando apareció el restaurante Porto Fino. Había que hacer un alto. La hora así lo indicaba. Y era para degustar mariscos. Todos los que tuvieren. Amén de corvinas con salsa de ostiones y jaiba platinada para sustentar adecuadamente lo que se avecinaba; un Chardonay de luminosos destellos amarillos robados a los limones más puros de los jardines primaverales, que estaba varado en su respectiva cubeta de hielo y con su ojo sin corcho diciéndome: bébeme, bébeme, como si fuera el frasquito reductor de alturas que estaba en la madriguera del conejo de Alicia en el País de la Maravillas.
Frente a nosotros una regata multitudinaria desplegaba todas sus velas como albinas mariposas frente al ventanal que daba hacia el más que nunca refulgente Océano Pacífico. Y allí estaban nuestros brindis que iban y venían. Entonces se me acerca un personaje que con una fluorescencia inquisitoria comienza a interrogarme:
- Disculpe:
¿Usted señor estudió en Valparaíso?
¿Usted señor estudió en el Seminario San Rafael?
Arrugué el entrecejo. - Sí -.
¿Usted señor se apellida Cárcamo?
Abrí los ojos con sorpresa;.. Sí…
¿Usted señor no se acuerda de mí?
- No señor - Respondí confundido.
- ¿Usted señor no se acuerda a quien le copiaba en el curso?
A esa altura del interrogatorio atiné a decirle:
-¡Por eso es que me sacaba tan malas notas! Dicho lo cual se acabó el balanceo al que me tenía sometido.
Se trataba de Renzo Airola, hoy propietario del restaurante más conspicuo de Viña del Mar y Valparaíso: Porto Fino. Y anteayer cazador de tórtolas y enemigo acérrimo de peucos y cernícalos que osaban sobrevolar su coto de caza. Le apuntaba con certeza a cuanta ave pasara cerca de sus palomáceas de cuello vinoso. El hombre ya apuntaba a su destino.
Nos llegó una botella más de Chardonay.
De allí; al Puerto en tren. No sin antes fotografiarnos en una escalinata suspendida en el espacio de un paisaje sombreado por verdes generosos y aromados, donde la luz era la más preciada para obtener la mejor estampa de nuestro itinerario. Allí apareció como por arte de magia, trípode en mano, un fotógrafo profesional que acondicionó nuestra máquina y grabó la mejor imagen de nuestro jolgorio en plena travesía. Bajamos por la gran escalinata umbrosa, hasta llegar a la nueva estación de ferrocarriles Caleta Portales para embarcarnos al mismo tren que todos los días junto a otros mozalbetes, recorríamos de vagón en vagón mientras se desplazaba sobre los rieles y durmientes con el bamboleo y ruidoso traqueteo camino al centenario e inmemorial colegio de adobe. Hoy esa misma línea ferroviaria se llama Metro y se desplaza más suave y flexible que una bailarina con tutú sobre sus patines de hielo.
Para mi alegría; la estación El Puerto me recibía con una exposición pictórica. Como en un refugio de lo inesperado y de lo imaginario se exhibían las pinturas de Carmen Aldunate. Allí estaban las figuras y rostros de mujeres de rasgos idealizados vestidas con ropajes renacentistas con su habitual mensaje feminista de sutil y elegante sarcasmo, denunciando la opresión y la amargura psicológica del que han sido víctimas las mujeres y al mismo tiempo expresando como nadie la solidez de su dibujo. Es mi favorita. Hoy debe rondar la sesentena y sigue inconmoviblemente hermosa. Espero que de una vez por toda se la hayan ido los aires de ira que nublaron sus azules ojos, sobre todo el día lunes. Día en que se le venían las culpas por ser primero artista y después madre.
Salimos de la estación El Puerto para caminar sobre los adoquines pulidos por siglos de pisadas y carreras a contemplar los bronces escultóricos que inmortalizaron los teatrales gestos de la épica acción de los Héroes de Iquique.
Desde la Plaza de la Justicia trepamos por el funicular El Peral del Cerro Alegre, hasta el paseo Yugoslavo; hacia cotas más elevadas ya que las barrocas cornucopias, claraboyas y filigranas de la mansarda de la ex intendencia estaban cayendo abrazadas por la sombras de la tarde. Subimos para disfrutar de la vista nocturna de Valparaíso en la que sus luces de calles y barcos anclados en la bahía se confundían con las estrellas titilantes del firmamento intensamente negro. Si hasta estrellas fugaces caían.
Tipo diez de la noche, disfrutando en un mirador en las alturas, las últimas gotas de champagne semi seco y a punto de introducir mis papilas en numerosos carmenêre de Casas Patronales que sobre la mesa se veían como seguras víctimas de la insaciable sed, surgió la voz de un ángel llamado Paulette que cantaba como ese último gorrión de París; Mirelle Mathieu. He quedado embelesado. Arrobado por esa voz, me salieron alitas en los pies y me mantuve en suspensión delirante. Y si no fuera por la insistencia cautelar de mis ocasionales amigos me habrías visto volar sobre el mar iluminado y sobre los somnolientos barcos nocturnos posados sobre el mar en calma, tomado de la mano de Paulette. También hubieras visto danzar entre nosotros a los fantasmas de todas las bodegas de los barcos anclados sobre ese espejo de luna que eran las aguas inconmovibles de la bahía como si todo fuera una visión dispuesta por Marc Chagall. Sólo así fue posible el embrujo; ya que cuando dejó de cantar me acerqué a ella. Te juro que sin ninguna otra intención que felicitarla. Y como corresponde apareció la sombra del caniche cafiche, que oculto entre el escaso público mal miraba de reojo mi rostro encandilado y perplejo por la notas de ese cuello divino y eterno, para mostrarme sus dientes que gruñían por sus esmaltados brillos como revólveres prestos a dispararme las bravuconadas de filibusteros y de corsarios ahumados en fogones de ebriedad y somnolencias de alta mar y bajos fondos. Déjame tomar aire… Fui muy delicado y distante en mis congratulaciones ante el volumen de aquel sujeto que me observaba.
Cuando se habla de la mélodie, no puedo olvidar la poesía que le sirvió de inspiración. Muchos aseguran que en la música culta francesa influyó más la estética de literarios como Verlaine y Baudelaire, que los músicos del mismo período. El lenguaje armónico del siglo anterior tiene un correlato amplio y acabado con lo que sucedía en las letras, tal vez de allí mi afición, casi inexplicable, por esta bella melodía que es la Chanson Francaise o Chanson de variètè.
Se la recomiendo amigo. El local se llama La Colombina y está en el Paseo del Museo Baburizza, bajando hacia el paseo Apolo. Allí donde alguna vez escribí acodado sobre los balaustros, un poema mirando la Silla del Diablo y la aguja de la Parroquia San Vicente de Paul.
…Allí donde en una noche igual a esta, le dimos a la liturgia del asado con Sergio Benavides; mi amigo en la comunión del vino y maestro en la ciencia de las maderas.
….Allí donde aprendí a bailar tango con Lolita, su hermosa mujer. Y escuché un largo y vociferante discurso de un estudioso de la Catedral de Notre Dame de Chartres, informándonos que ella era una gigantesca caja de resonancia armónica construida sobre una gruta druídica; un instrumento musical que aún hoy vibra y recoge las corrientes telúricas y las proyecta sobre el individuo que penetra en ella. Porque Chartres, según él; formaba parte de un sistema mayor de santuarios, un sistema que dibujaba sobre el mapa de Francia una inmensa reproducción de la constelación de Virgo en la que las catedrales galas ocupaban las posiciones de las estrellas. En verdad no hacía más que repetir la teoría de Louis Charpentier quien publicó el Enigma de la Catedral de Chartres; una saga sucedánea de El Retorno de los Brujos; mi libro Esotérico-Pop de los años 70 y que tomé prestado de un cajón de libros usados en un librería de apellido griego, con alta paredes amarillas, hedionda a meados de gatos y en la que nacería ese poderoso escritor del puerto que se llamaría Alberto Quilapán.
Antes de que apareciera la elucubración del Código Da Vinci, ese sujeto ebrio llamado Américo, ya andaba con la teoría enloquecida de que el sentado a la derecha del Cristo en la Última Cena de Da Vinci era María Magdalena. Era 1984 cuando Américo porfiaba con un abroncado vozarrón, que era docta ventolera del humo de tabacos negros, esgrimiendo su vaso siempre lleno en la justa medida, como un cáliz del Templario que pretendía ser. Siglo pasado hermano.
…Allí donde se llevaron detenido a Sergio Benavides delante de sus hijos y el más pequeño le preguntó al teniente de la patrulla: ¿tú vas a matar a mi papá? Frase que me ha quedado rebotando en las paredes del alma negra de Los Años de Septiembre, libro decontructivo que escribí y diseñé y que jamás verá edición alguna. Apenas publican cantos a la vida, ¡qué van a publicar los cantos a la muerte!
….Allí donde me empapé en un día de niebla densa y fría, de soledad y nostalgia porque se habían ido todos los días de alegría y quienes habían sido amados como mis hermanos. Y me juré publicar el Rompecabezas en el Hemisferio Sur porque no era justo que de ellos se olvidaran. Y grité durante tres años de mi vida por aquellos que de la escuela de Arquitectura salieron estudiantes a Valparaíso como bandadas de pájaros temerosos, recién emplumados y hondamente castos. Y los vi volver venteados y oreados, desplumados, en cueros, limpios y llenos de impresiones, vivencias, arena y vitrinas, tomando conciencia proletaria y regresando nuevos, remecidos, con su tabla cargada de dibujos temblorosos, diagramas, historias y preguntas que nadie jamás les había hecho. Regresaron inventando su planeta de bolsillo, que aún hoy para regocijo nuestro sacan a relucir en sus encuentros. Otros a modo de radioescuchas, antena repetidora o cronistas de la época; copiaban o repetían como lánguidos poetas y de los cuales nunca nadie leerá jamás alguno de sus versos……Allí donde restauré una casona llena de termitas y que hoy es Monumento Nacional, para desgracia de su propietario y maldición de sus descendientes.
….Allí donde voy, amigo, cada vez que quiero sentirme plenamente vivo,… está Paulette; como para sanarme de las abiertas heridas que creí aplacadas. Está Paulette… cantando mis amadas y adoradas canciones francesas, la mèlodie, Kucho; là mèlodie; que no la escuchaba desde hacía quince o tal vez más años. Ve y escucha. En ese lugar donde dibujamos esos árboles que parecen no haber crecido desde los croquis de los primeros años de la universidad,… está La Paulette.
Tal vez a ti, también te haga soñar…
-¡Por eso es que me sacaba tan malas notas! Dicho lo cual se acabó el balanceo al que me tenía sometido.
Se trataba de Renzo Airola, hoy propietario del restaurante más conspicuo de Viña del Mar y Valparaíso: Porto Fino. Y anteayer cazador de tórtolas y enemigo acérrimo de peucos y cernícalos que osaban sobrevolar su coto de caza. Le apuntaba con certeza a cuanta ave pasara cerca de sus palomáceas de cuello vinoso. El hombre ya apuntaba a su destino.
Nos llegó una botella más de Chardonay.
De allí; al Puerto en tren. No sin antes fotografiarnos en una escalinata suspendida en el espacio de un paisaje sombreado por verdes generosos y aromados, donde la luz era la más preciada para obtener la mejor estampa de nuestro itinerario. Allí apareció como por arte de magia, trípode en mano, un fotógrafo profesional que acondicionó nuestra máquina y grabó la mejor imagen de nuestro jolgorio en plena travesía. Bajamos por la gran escalinata umbrosa, hasta llegar a la nueva estación de ferrocarriles Caleta Portales para embarcarnos al mismo tren que todos los días junto a otros mozalbetes, recorríamos de vagón en vagón mientras se desplazaba sobre los rieles y durmientes con el bamboleo y ruidoso traqueteo camino al centenario e inmemorial colegio de adobe. Hoy esa misma línea ferroviaria se llama Metro y se desplaza más suave y flexible que una bailarina con tutú sobre sus patines de hielo.
Para mi alegría; la estación El Puerto me recibía con una exposición pictórica. Como en un refugio de lo inesperado y de lo imaginario se exhibían las pinturas de Carmen Aldunate. Allí estaban las figuras y rostros de mujeres de rasgos idealizados vestidas con ropajes renacentistas con su habitual mensaje feminista de sutil y elegante sarcasmo, denunciando la opresión y la amargura psicológica del que han sido víctimas las mujeres y al mismo tiempo expresando como nadie la solidez de su dibujo. Es mi favorita. Hoy debe rondar la sesentena y sigue inconmoviblemente hermosa. Espero que de una vez por toda se la hayan ido los aires de ira que nublaron sus azules ojos, sobre todo el día lunes. Día en que se le venían las culpas por ser primero artista y después madre.
Salimos de la estación El Puerto para caminar sobre los adoquines pulidos por siglos de pisadas y carreras a contemplar los bronces escultóricos que inmortalizaron los teatrales gestos de la épica acción de los Héroes de Iquique.
Desde la Plaza de la Justicia trepamos por el funicular El Peral del Cerro Alegre, hasta el paseo Yugoslavo; hacia cotas más elevadas ya que las barrocas cornucopias, claraboyas y filigranas de la mansarda de la ex intendencia estaban cayendo abrazadas por la sombras de la tarde. Subimos para disfrutar de la vista nocturna de Valparaíso en la que sus luces de calles y barcos anclados en la bahía se confundían con las estrellas titilantes del firmamento intensamente negro. Si hasta estrellas fugaces caían.
Tipo diez de la noche, disfrutando en un mirador en las alturas, las últimas gotas de champagne semi seco y a punto de introducir mis papilas en numerosos carmenêre de Casas Patronales que sobre la mesa se veían como seguras víctimas de la insaciable sed, surgió la voz de un ángel llamado Paulette que cantaba como ese último gorrión de París; Mirelle Mathieu. He quedado embelesado. Arrobado por esa voz, me salieron alitas en los pies y me mantuve en suspensión delirante. Y si no fuera por la insistencia cautelar de mis ocasionales amigos me habrías visto volar sobre el mar iluminado y sobre los somnolientos barcos nocturnos posados sobre el mar en calma, tomado de la mano de Paulette. También hubieras visto danzar entre nosotros a los fantasmas de todas las bodegas de los barcos anclados sobre ese espejo de luna que eran las aguas inconmovibles de la bahía como si todo fuera una visión dispuesta por Marc Chagall. Sólo así fue posible el embrujo; ya que cuando dejó de cantar me acerqué a ella. Te juro que sin ninguna otra intención que felicitarla. Y como corresponde apareció la sombra del caniche cafiche, que oculto entre el escaso público mal miraba de reojo mi rostro encandilado y perplejo por la notas de ese cuello divino y eterno, para mostrarme sus dientes que gruñían por sus esmaltados brillos como revólveres prestos a dispararme las bravuconadas de filibusteros y de corsarios ahumados en fogones de ebriedad y somnolencias de alta mar y bajos fondos. Déjame tomar aire… Fui muy delicado y distante en mis congratulaciones ante el volumen de aquel sujeto que me observaba.
Cuando se habla de la mélodie, no puedo olvidar la poesía que le sirvió de inspiración. Muchos aseguran que en la música culta francesa influyó más la estética de literarios como Verlaine y Baudelaire, que los músicos del mismo período. El lenguaje armónico del siglo anterior tiene un correlato amplio y acabado con lo que sucedía en las letras, tal vez de allí mi afición, casi inexplicable, por esta bella melodía que es la Chanson Francaise o Chanson de variètè.
Se la recomiendo amigo. El local se llama La Colombina y está en el Paseo del Museo Baburizza, bajando hacia el paseo Apolo. Allí donde alguna vez escribí acodado sobre los balaustros, un poema mirando la Silla del Diablo y la aguja de la Parroquia San Vicente de Paul.
…Allí donde en una noche igual a esta, le dimos a la liturgia del asado con Sergio Benavides; mi amigo en la comunión del vino y maestro en la ciencia de las maderas.
….Allí donde aprendí a bailar tango con Lolita, su hermosa mujer. Y escuché un largo y vociferante discurso de un estudioso de la Catedral de Notre Dame de Chartres, informándonos que ella era una gigantesca caja de resonancia armónica construida sobre una gruta druídica; un instrumento musical que aún hoy vibra y recoge las corrientes telúricas y las proyecta sobre el individuo que penetra en ella. Porque Chartres, según él; formaba parte de un sistema mayor de santuarios, un sistema que dibujaba sobre el mapa de Francia una inmensa reproducción de la constelación de Virgo en la que las catedrales galas ocupaban las posiciones de las estrellas. En verdad no hacía más que repetir la teoría de Louis Charpentier quien publicó el Enigma de la Catedral de Chartres; una saga sucedánea de El Retorno de los Brujos; mi libro Esotérico-Pop de los años 70 y que tomé prestado de un cajón de libros usados en un librería de apellido griego, con alta paredes amarillas, hedionda a meados de gatos y en la que nacería ese poderoso escritor del puerto que se llamaría Alberto Quilapán.
Antes de que apareciera la elucubración del Código Da Vinci, ese sujeto ebrio llamado Américo, ya andaba con la teoría enloquecida de que el sentado a la derecha del Cristo en la Última Cena de Da Vinci era María Magdalena. Era 1984 cuando Américo porfiaba con un abroncado vozarrón, que era docta ventolera del humo de tabacos negros, esgrimiendo su vaso siempre lleno en la justa medida, como un cáliz del Templario que pretendía ser. Siglo pasado hermano.
…Allí donde se llevaron detenido a Sergio Benavides delante de sus hijos y el más pequeño le preguntó al teniente de la patrulla: ¿tú vas a matar a mi papá? Frase que me ha quedado rebotando en las paredes del alma negra de Los Años de Septiembre, libro decontructivo que escribí y diseñé y que jamás verá edición alguna. Apenas publican cantos a la vida, ¡qué van a publicar los cantos a la muerte!
….Allí donde me empapé en un día de niebla densa y fría, de soledad y nostalgia porque se habían ido todos los días de alegría y quienes habían sido amados como mis hermanos. Y me juré publicar el Rompecabezas en el Hemisferio Sur porque no era justo que de ellos se olvidaran. Y grité durante tres años de mi vida por aquellos que de la escuela de Arquitectura salieron estudiantes a Valparaíso como bandadas de pájaros temerosos, recién emplumados y hondamente castos. Y los vi volver venteados y oreados, desplumados, en cueros, limpios y llenos de impresiones, vivencias, arena y vitrinas, tomando conciencia proletaria y regresando nuevos, remecidos, con su tabla cargada de dibujos temblorosos, diagramas, historias y preguntas que nadie jamás les había hecho. Regresaron inventando su planeta de bolsillo, que aún hoy para regocijo nuestro sacan a relucir en sus encuentros. Otros a modo de radioescuchas, antena repetidora o cronistas de la época; copiaban o repetían como lánguidos poetas y de los cuales nunca nadie leerá jamás alguno de sus versos……Allí donde restauré una casona llena de termitas y que hoy es Monumento Nacional, para desgracia de su propietario y maldición de sus descendientes.
….Allí donde voy, amigo, cada vez que quiero sentirme plenamente vivo,… está Paulette; como para sanarme de las abiertas heridas que creí aplacadas. Está Paulette… cantando mis amadas y adoradas canciones francesas, la mèlodie, Kucho; là mèlodie; que no la escuchaba desde hacía quince o tal vez más años. Ve y escucha. En ese lugar donde dibujamos esos árboles que parecen no haber crecido desde los croquis de los primeros años de la universidad,… está La Paulette.
Tal vez a ti, también te haga soñar…
Hay una batalla en esa voz
que me hiere con su esquirla fónica
y mi fondo que me tiembla
pierde exhausto mi silencio y mi sordera
cuando esa bala que sustentas
es la nota ronca de tus cuerdas
perforando impunemente el pecho.
Cómo quisiera que tus notas
destrozaran la pianola de ese bar antiguo
haciendo de mis cantos pentagrama y rezo.
Cómo quisiera que tus labios
se elevaran de mi estrofa enfurecidos
como si yo fuera sumiso esclavo de tus besos.
Cántame desde esos aires arbotantes
invasiones, miedos, genocidios
o algún trueno carnal que espero
de tus notas altas.
Has de saber,
ahora te lo digo;
en la catedral sonora de tu pecho
se acunaría mi estribillo quieto.
¿Qué puedo hacer
contra el estruendo de tu canto
si aún está naciendo la dulzura de mis tímpanos?
¿Y qué puedo hacer apenas mudo
cuando escucho y tarareas
la sustancia de tus risas tan letales?
Hay mucho ensueño en las clases de tal música
y un gran recelo en tus baladas roncas
que en el pizarrón del alma me suceden.
Hay demasiadas verdades que musitas
en el cálido septiembre que padezco
cuando soy la vieja voz de oscuro que te canta.
Recién hoy
me he dado cuenta lo que soy :
canción de cuna
en ese himno pletórico de orfeones. ©
1 comentario:
¡Rubén que hermosa foto...!!! Me la imaginaba distinta, con un par de años más, como más vivida, más sufrida... no sé porqué. Tal vez la imagen de Edith Piaff se coló en mi creación del personaje. Tiene magia esto de corroborar con la realidad el mundo fantástico que se crea desde las letras.
Un renovado placer.
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