Sí Cortázar. Las ciudades son mujeres. Las hay; ciudades madre, amantes imposibles, provisorias hembras, nostálgicas y las hay rubias, morenas, silenciosas, gordas y gritonas aunque tengan nombres viles o viriles. Nos contienen y seducen con detalles. Cada vez que viajo sumergido en el metro a mi trabajo soy anónimo e invisible habitante de esa mujer que me contiene.
Sus intestinos por donde me desplazo, pasadizos y corredores placentarios, son de húmeda tibieza pegajosa cuando el balanceo del fluido - la apretujada muchedumbre - choca sus hombros conmigo tal cual fuera un espeso líquido mecido en un barril. No alcanzo para cronopio, Julio. Ningún individuo pasajero alcanza para cronopio en este nicho, ni el tren alcanza para nave en este río de esperanzas aburridas e ignorantes.
Abajo, donde la ciudad nos sofoca, el volumen de pasajeros taconea los accesos y es tal, que aún no termina de evacuarse el andén y ya llega el siguiente tren cargado de trabajadores, en volumen tan masivo como un espasmo incesante de espermatozoides. Es libidinoso el término del trayecto.
No tengo dudas que aquí viajan cada día, la infamia y el desprecio, la rabia y la amargura. El crimen. Como también regresan el desaliento y el cansancio. Los oscuros sentimientos. A su manera, el metro es una rayuela con su infierno y anteparaíso, es un informe para ciegos sin héroes ni tumbas.
Me imagino que si algún fantasma es capaz de sobrevivir a esta saturación en los tristes túneles del metro, debiera ser visible en las horas de vacío. Tal vez sienta temor de los funcionarios que barren y trapean aburridos después de medianoche disfrazados con esplendente ropa de trabajo. No se atreve ni siquiera a respirar. Si yo fuera él, vagaría entre los hombros de la congestión. Me dejaría llevar a cualquier destino exterior. Me colgaría de un bolsillo recién planchado; de un zapato escolar.
No sé si a Uds. alguna vez les pasó algo así o si han viajado en este paisaje sin jardines y con toneladas de agua circulando sobre las profundas cavernas que perforan la ciudad.
En Santiago la línea por la que me desplazo corre bajo la trinchera torrentosa del Canal San Carlos. El agua, que siempre viaja por donde quiere, se asoma en las paredes de estas cavernas y a veces corre entre los rieles ¿Y si la tierra se abriera y toda el agua inundara estas cavernas? Se sabe de los ríos superficiales, pero no se sabe de la napa madre sobre la que vive la ciudad. Ni como ha sido vulnerada. Se seca.
Cada parada está decorada con paisajes y felicidades exteriores, automóviles sobre una roca que toca el cielo, muchachas de largos muslos con faldas breves que el viento encrespa. A veces hay textos que nadie lee. Cuadros con paisajes de Chile que se miran con tristeza. Soledad. Neón.
Luego de transitar por el extenso y flexible subterráneo que serpentea debajo del caudaloso Canal San Carlos, escalo a Tobalaba estación terminal, a la superficie. Por las vomitorias que son las escalas mecánicas, asciendo.
Hay que salir de allí para reconocer la botánica de los árboles, el escenario de carne y hueso, puesto que allá abajo van todos muertos. Hay que salir de allí para mirar trazados y perspectivas y el posible escenario por donde estará su huella, la de la hechicera encantadora sin trucos ni lecturas del tarot; la Maga. Porque afuera están las plazas, los jardines, incluso el ruido de las aguas en las cascadas, la bruma abierta de los sueños y el café. La mirada que detiene. Los pasos que yo sigo. El aire saturado de espacio infinito y luz de sol sin fin y sin punto de llegada.
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