La tarea...

La gente grita que quiere un futuro mejor, pero el futuro es un vacío indiferente, mientras que el pasado está lleno de vida.

Su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo.

Todos quieren hacer de la memoria un laboratorio para retocar las fotografías y rescribir las biografías y la historia.

MICHEL DURÁND



Al fin pude comprar las pocas casas que no eran de mi propiedad y colindaban con la que había heredado de mis padres. Fueron necesarios tres largos años para derribar todas las casas de seis manzanas en el perímetro de la ciudad. Perdí un año de mi vida en hacer gestiones diarias con el municipio para que me permitiera cerrar las calles y otro para cerrar mi propiedad con una mampostería de cuatro metros de altura. El dinero siempre persuade como el mejor de los argumentos.
En lugar del barrio habitado por ancianos inservibles y pequeños empleados que sueñan con ser ricos,  logré desarrollar  - después de una vida -  hermosos bosques, murallones de hiedras y zarzamoras casi impenetrables, prados de suaves montículos donde mis faisanes y pavos reales deambulan libremente. Mis ciervos y caballos pastan serenos y mis árboles florecen. El variopinto colorido de mis exóticas aves deleita mi espíritu y lo traslada a recónditos parajes de mi alma. Apenas oigo el rumor lejano de la ciudad. Las plantas se multiplican lozanas formando umbríos senderos y laberintos pintorescos que con sus flores empapan el aire de perfumes. La ilusión de estar apartado del gentío me aquieta. Ello se acrecienta por el piar de los zorzales, tordos y palomas torcazas que acuden confiadas a mi laguna para el baño diario y por el zumbido intenso de una bandada de colibríes, junto a mi cascada; para los cuales dispongo los mejores néctares del mercado.

Gracias a los corruptos,  disfruto de este paraíso hecho para mí. No entra nadie. No invito a nadie . A no ser por ese niño que ingresa cada mañana a jugar en el mismo árbol donde me columpié tantas veces y que mis empleados temen espantar.


No creo estar seguro, pero en ese árbol cubierto de capullos de magnolias y empinado sobre un suave otero del prado, los pájaros revolotean y parlotean con más deleite y las flores sobre el césped parecen tener mayor intensidad. Es una circunstancia inquietante y encantadora, fascinante y aterradora, pues me recuerda un cuento de Oscar Wilde.


De pronto me froté los ojos atónitos y miré y remiré. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto amé. Corrí escaleras abajo con gran alegría y salí al jardín. Corrí precipitadamente por el césped hacia el niño. Cuando estuve junto a él me impresioné por sus heridas.

- ¿Quién se atrevió a herirte?- le pregunté. Y en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos y las mismas señales se veían en los piececitos.

- ¿Quién se ha atrevido a herirte?- grité

- Estas son las heridas del amor. - me dijo el niño.
Un extraño temor me invadió, -¿Quién eres?-
Y el niño me dijo sonriente:
- Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín.

***

Recuerdo que esa historia contada por mi madre me hizo llorar. Yo creía en hadas y ogros. Y en un Cristo que por venir.

Pero hoy no quiero mirar a ese niño sentado en la rama del magnolio y entender lo que significa. El magnolio es un árbol exótico y hermosamente tenebroso. Florece antes que emerjan sus hojas verdes. Ese ángel pálido y sin sangre, hoy está sentado en esas ramas grises que sólo tienen flores. Temo que como el magnolio desnudo, él tenga sus ojos tenebrosamente fríos. Y no es el niño que con estigmas se llevará culpas ajenas. Este viene a cobrar deudas.

Sólo para complacer a ese otro niño que llevó mi propio nombre y padeció el desprecio y la indiferencia; hice el jardín en el que hoy vivo. Éste, sentado allí en la rama, se le parece, pero tiene una inquietante mirada turbia que no logro entender.

Me he vengado al fin del transeúnte, del usurero ciudadano, del clérigo habitante, del televidente anónimo, del maestro perspicaz, de los médicos figurines, de petimetres y gomosos, de los sabios eruditos y mis iguales, de los inteligentes y porfiados, de los irónicos y sarcásticos. Y sobre todo del amargo y majadero contertulio que me importuna con sus buenos días y su comentario amargo del país y de la humanidad. Tienen todos mi desprecio.

En las calles por donde todos ellos pasarían, sólo paso yo, ataviado por el titilante revoloteo de las mariposas y la sombra de los plátanos.
Donde los automóviles rugían prepotentes junto a los menesterosos,  ahora camino sobre un césped fragante que excita mis narices de sensaciones vivas.

Donde antes había una cantina de traficantes, hoy me solace el sol junto a las cascadas y manantiales rutilantes. Me envidian. Vivo aislado y solo. Un gran lujo.
Seguramente cuando muera me encontrarán cubierto, no con los capullos blancos de aquel árbol, como decía el cuento, si no con doradas monedas de oro y con los ojos abiertos, como aquellos que sostienen la mirada fría de ese niño sentado en una rama del magnolio.

*** El Gigante Egoísta de Oscar Wilde



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