Sí Cortázar. Las ciudades son mujeres. Las hay; ciudades madres, amantes imposibles, provisorias, nostálgicas y las hay rubias, morenas silenciosas, mórbidas y gritonas macilentas con nombres viles o viriles. Nos contienen y seducen con detalles al mayor.
Cada vez que viajo a mi trabajo sumergido en el Metro, soy anónimo e invisible habitante de esa mujer que me contiene. Sus visceras por donde me desplazo, pasadizos y corredores placentarios, son de húmeda tibieza pegajosa cuando el balanceo del fluido - la apretujada muchedumbre - choca sus hombros conmigo tal cual fuera un espeso líquido mecido en un barril. No alcanzo para cronopio, Julio, atorado en esta multitud. Ningún individuo pasajero en este túnel alcanza para nada, ni el tren alcanza para nave de Amarcord, esa maqueta, en este río de aburrida teleserie.
Abajo, donde la ciudad nos sofoca, la masa de viajeros taconea los accesos y es tal, que aún no termina de evacuarse y llega el siguiente tren cargado de empleados, en volumen tan masivo como un espasmo incesante de espermatozoides. Es libidinoso el trayecto al terminal. Es un viaje de las ropas, pelos sin enjuague, hombros y estatus de traseros. Y de contacto, de irritante roce que concluye en un toque involuntario que aterra. La luz es artificial - evidentemente - y es promiscua. Entristece caminar con el ganado de los topos ciegos sumergido a 20 metros aunque te cante la mejor banda de cesantes. He tratado de tocarles, saludarlos y de hablarles pero todos parecen dispuesto a morder y a no creerte.
Cada vez que viajo a mi trabajo sumergido en el Metro, soy anónimo e invisible habitante de esa mujer que me contiene. Sus visceras por donde me desplazo, pasadizos y corredores placentarios, son de húmeda tibieza pegajosa cuando el balanceo del fluido - la apretujada muchedumbre - choca sus hombros conmigo tal cual fuera un espeso líquido mecido en un barril. No alcanzo para cronopio, Julio, atorado en esta multitud. Ningún individuo pasajero en este túnel alcanza para nada, ni el tren alcanza para nave de Amarcord, esa maqueta, en este río de aburrida teleserie.
Abajo, donde la ciudad nos sofoca, la masa de viajeros taconea los accesos y es tal, que aún no termina de evacuarse y llega el siguiente tren cargado de empleados, en volumen tan masivo como un espasmo incesante de espermatozoides. Es libidinoso el trayecto al terminal. Es un viaje de las ropas, pelos sin enjuague, hombros y estatus de traseros. Y de contacto, de irritante roce que concluye en un toque involuntario que aterra. La luz es artificial - evidentemente - y es promiscua. Entristece caminar con el ganado de los topos ciegos sumergido a 20 metros aunque te cante la mejor banda de cesantes. He tratado de tocarles, saludarlos y de hablarles pero todos parecen dispuesto a morder y a no creerte.
No tengo dudas, aquí viajan cada día repetido al infinito, la infamia abrumadora y el desprecio, la rabia y la amargura. El crimen con explicaciones. Más allá de nuestras vidas y la de nuestros hijos, este viaje será eterno para muchos por venir. También viaja el desaliento y el cansancio. La insolencia. Los oscuros sentimientos y la risa. A su manera, el metro es novela con su infierno y sus prólogos, un informe para ciegos sin héroes ni tumbas porque nada yace sino el movimiento, nada merece un acto de heroismo sino la grosería y el desdén. Somos la escoria sometida. Somos solos. Somos el mal; la multitud.
Me imagino que si algún fantasma es capaz de sobrevivir a esta saturación en los tristes túneles del metro, debiera ser visible en las horas de vacío, tal vez sienta temor de los funcionarios que barren y trapean aburridos después de medianoche disfrazados con esplendente ropa de trabajo. No se atreve ni siquiera a respirar ese fantasma. Si yo fuera él, vagaría entre los hombros de la congestión. Me dejaría llevar a cualquier destino exterior. Me colgaría de un bolsillo recién planchado; de un zapato escolar.
Me imagino que si algún fantasma es capaz de sobrevivir a esta saturación en los tristes túneles del metro, debiera ser visible en las horas de vacío, tal vez sienta temor de los funcionarios que barren y trapean aburridos después de medianoche disfrazados con esplendente ropa de trabajo. No se atreve ni siquiera a respirar ese fantasma. Si yo fuera él, vagaría entre los hombros de la congestión. Me dejaría llevar a cualquier destino exterior. Me colgaría de un bolsillo recién planchado; de un zapato escolar.
Línea 4, Tobalaba - Puente Alto. 2014. |
Cada parada es un bufido decorado con paisajes y felicidades exteriores, automóviles sobre una roca que toca el cielo, muchachas de largos muslos con faldas breves que el viento encrespa y textos que nadie lee. Cuadros con paisajes de Chile que se miran con tristeza. Soledad. Neón. Y algún estúpido leyendo sobre famas y cronopios en el ardiente aire respirado ya por todos.
Luego de transitar por el extenso y flexible subterráneo que serpentea bajo el caudaloso Canal, la masa comienza a disgregarse. Escalo al patio del cacique Tobalaba, a sus cultivos y a sus tierra; estación terminal y superficie. Por las vomitorias - que son las escalas mecánicas - asciendo como un elegido por un dios hacia los cielos. Merezco vivir. Ser un individuo.
Hay que salir de allí para reconocer la botánica de los árboles, el escenario de carne y hueso, puesto que allá abajo van todos muertos. Miro trazados y perspectivas y el posible escenario por donde estará tu huella, la de la hechicera encantadora sin trucos ni lecturas del tarot. Mi Maga, porque afuera están las plazas, los jardines con gorriones, la bruma abierta de los sueños y el café. La mirada que detiene. Los pasos que yo sigo. El aire saturado de espacio infinito y luz de sol sin fin y sin punto de llegada. He resucitado.
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